lunes, 29 de julio de 2019

Lo que no pudo ser, y fue.


             No podía salir de mi asombro.  No lo podía creer. No podía ser verdad. Y, sin embargo, lo era. Lo pude leer en los labios del señor de seguridad; una palabra que sonaba atroz. Unas palabras pronunciadas como a cámara lenta, cada letra arrastrada sobre la siguiente con una triste cadencia.

         - S-U-S-P-E-N-D-I-D-O.

         Me quedé quieta, muy quieta, como si se hubiera detenido el tiempo. El tiempo detenido y sobre mi cabeza, un gran jarro de agua fría. Literalmente hablando, porque esa tormenta de verano sería bastante difícil de olvidar.
Parecía que el tormentón de la noche pasada no había sido suficiente y que el cielo se guardaba un bis. Un bis, que dicho sea de paso, aguantó todo el día entre nubes y claros y cuatro gotas que cayeron a media mañana, pero nada más.  Se lo estaba guardando todo el muy desgraciado  para soltarlo a las 22.30h, con todas sus ganas. Hubo un preludio de deslumbrantes relámpagos que iluminaron a todo el Patio de La Hospedería de San Benito, y truenos ensordecedores que sobresaltaron al público mientras aguardaba con ansia y felicidad el momento del inicio del concierto.

      Tras varios años de ausencia, estábamos todos con gran deseo de escucharlo y, sobre todo, disfrutarlo. Porque a Jorge se le escucha, pero sobre todo se le saborea. Se goza de su presencia y apariencia, siempre vestido con esa sonrisa sincera y lleno de hermosas palabras, que luego gusta de compartir , llegando al fondo de cada una de las personas que embelesadas le escuchan. Por todo eso, la posibilidad de tenerlo ante mis ojos por vez primera se me hacía un pequeño sueño cumplido, un pequeño oasis de felicidad. Y, además, en el lugar tan emblemático en el que estábamos. Y por todos esos motivos, las palabras del guardia de seguridad retumbaron en mis oídos, como martillazos en mi sien.

          El caso es que la velada comenzó, a pesar del cielo encapotado, lindo, con unas hermosas palabras de Jorge hechas poesía, con todo el público a respiración cortada, embelesado a la vez que ensimismado, como si no quisiera perderse un segundo de tal maravilla que sus ojos estaban, al fin, presenciando. Poco duró la alegría, y empezó otro espectáculo paralelo, el que la climatología se venía reservando. Jorge comenzó a cantar y nosotros seguíamos en esa especie de trance en el que nos tenía atrapados. Las cuerdas de esas guitarra vibraban sin cesar, con una musicalidad exquisita. Prosiguió como pudo, sólo interrumpido por los rayos y truenos que comenzaron a acompañarlo.       El cielo se estaba emocionando. Un súbito relámpago provocó su sorpresa, y su preocupación por el impredecible desenlace de nuestro encuentro. Jorge no se amedrentó y respondió con humor y una perfecta rima improvisada que nos sacó del trance en que nos encontrábamos y nos reímos, aún si cabe, más emocionados que antes.

        Cantamos con él « Mi guitarra y vos” ya notando las primeras lágrimas que el cielo se había estado reservando. Era una llovizna soportable de nos ser por el vendaval con el que el dios Eolo parecía pretender aplaudir. Ya podían los dos guardarse sus emociones para dentro y dejarnos en paz. Sin embargo, parecía ser tal la emoción meteorológica que la escenografía que habían preparado se fue al garete y veíamos a los técnicos intentando sujetar con cinta algo que se estaba por volar por los aires. Húbose, pues, que improvisar. Jorge nos comentó que no era para nada el primer show accidentado de su carrera, ¡ni mucho menos!,  y que si todos habían tenido algo de bueno, es que de cada uno había aprendido algo.

- A ver qué me llevo hoy de aquí. Nos guiñó un ojo y prosiguió con tranquilidad.

         Prescindió pues, de su escenografía y se dispuso a a cantar, aun no sabíamos qué, sentado, con un micrófono y una guitarra acústica. Por devenires del destino, el micrófono no quiso funcionar (cuando las cosas se tuercen, se tuercen de verdad).
De acuerdo, pareció pensar, y dijo que cantaría con su otra guitarra, incluso algunas  canciones que no había pretendido cantar ese día.

- ¡Milonga del Moro Judío!-. Gritaron por la primera fila. Y todos coreamos al unísono.

        Y empezaron los acordes. Unos acordes familiares. Y esa primera estrofa que nos hizo a todos bailar.
-Por cada muro un lamento/ En Jerusalén la dorada/Y mil vidas malgastadasPor cada mandamiento/ Yo soy polvo de tu viento/Y aunque sangro de tu herida/Y cada piedra querida/Guarda mi amor más profundo/No hay una piedra en el mundo/Que valga lo que una vida....

Y nosotros cantamos con él, suavemente para poder al tiempo escucharlo...

       Era sublime, era la simbiosis perfecta. Fluían nuestras voces suavemente con la suya hasta que la lluvia comenzó a arreciar, lenta pero incesante. Aguantamos estoicamente, absortos ante la genialidad que teníamos la fortuna de estar presenciando, a pesar del fino manto húmedo que nos cubría. Al mismo tiempo aumentaba, a su vez, la humedad que alguno empezábamos a notar en los ojos, y en el corazón. Era pura magia, magia truncada e interrumpida por el aguacero que comenzó a precipitarse sobre nosotros en apenas cuestión de segundos. Él mismo nos invitó, o más bien incitó a refugiarnos en los soportales, preocupado al ver que muchos aun no habíamos movido un dedo y, menos, levantado el culo del asiento en todo el rato. Mientras siguiera con su música nosotros seguiríamos encantados por su hechizo, sometidos a su arte y porte sobre el escenario.

     Hasta ese momento no habría sabido explicar, si me lo hubieran preguntado, la definición gráfica de la expresión “ caer soretes de punta”, porque era exactamente lo que estábamos vivenciando en riguroso directo.

El caso es que, finalmente, con el mayor pesar de los pesares, y la mayor de las premuras, nos levantamos de golpe corriendo a resguardarnos. Se caía el cielo sobre nuestras cabezas. Ay, si lo viera Astérix.
¡Maldita sea! Apenas habíamos podido disfrutar de media horita de concierto, que si bien nos supo a gloria, se nos hizo, por supuesto, insuficiente.

La cara de disgusto y desolación de los allí presentes, no nos la cambiaba nadie, ni nada a no ser que la metereología cambiara de opinión y las nubes se largaran a otro lado a soltar sus penas. Si eso sucedía, Jorge nos prometía que se renaudaría el concierto.
No obstante, a pesar de que todas las personas allí congregadas, pegadas codo con codo y respirando la nuca mojada y el cogote del de enfrente, mandamos nuestra buena energía mientras nos mordíamos la lengua conjurando a la suerte, pareció no ser suficiente.
Y las palabras, ESA palabra pronunciada por el guardia de seguridad, confirmó la catástrofe.
-¿Por qué?¿Por qué?¿Por qué hoy?¿Por qué ahora?¿Por qué?
Mierda. Había personas que ya habían comenzado a salir del recinto, yo no me podía mover.
¿No saldrá a saludarnos? Esa pregunta me rondaba la cabeza, tal vez con la poca esperanza que aún albergaba. Y dado que siempre es esa esperanza lo último que uno pierde, me dirigí con decisión a un tipo con una cinta en el cuello que tenía pinta de ser de la organización.

-No va a salir.
-Dígale que por favor, que necesitamos verle.
-No. Ha dicho antes del show que no iba a salir.
-¿Pero y de forma excepcional, dado lo que ha pasado?- Lo miré con la mejor de mis sonrisas, puramente fingida, y sin poder ocultar el brillo de desolación de mis ojos, que apoyaban mi súplica.

Nada.
Bueno, pues por las dudas, opté por esperar. Aguardaría lo que hiciera falta hasta verlo salir. Que se atreviera alguien a echarme. Y parecía que no era la única. Una gran parte de la muchedumbre que se agolpaba sobre el soportal se mantuvo también a la espera. O tal vez, a la espera de que arreciara y se pudiera ir cada uno a su casa. O la disyuntiva entre ambas cosas.
Los segundos se hacían horas, transcurrían con lentitud , arrastrando los talones. Todo lo contrario hacía la lluvia de afuera, que caía con una fuerza y brutalidad desproporcionadas. Como siguiera así, nos sacaban de allí en barca, los afortunados, y a nado, los restantes.

         Y, cuando ya parecía que estaba todo perdido, y la espera había sido en vano, a mi tímpano le llegó una voz en una frecuencia conocida, que le hizo vibrar y transmitirla como un fogonazo en milisegundos a que mi cerebro la interpretara. Esa voz. Era él.
Se encontraba detrás de una gran pantalla que publicitaba el evento. Me froté los ojos y limpié escrupulosamente los cristales de mis gafas en tiempo récord, el preciso para confirmar que el milagro se había obrado. Me levanté de golpe, al mismo tiempo que un grupo de chicas que estaban a mi lado y que tal vez hubieran pasado por un proceso de asimilación semejante al mío.

-¡¡¡¡Síiiiii!!!- Gritamos como locas. Unas locas mojadas, pero felices.

Mis tripas bailaban por adentro de mi cuerpo al son de la guantanamera. Me temblaba una pierna. Y a mano izquierda. Respiré profundo al verlo apenitas a un par de pasos de distancia.
        Nos saludó como quien saluda a su familia. Vestía una sonrisa tranquila y se había cambiado de ropa. Era uno más entre nosotros. Se dejó hacer fotos y nos iba saludando uno a uno. Yo estaba de las primeras y lo miraba tímidamente desde un ladito. Dada mi altura era bastante difícil pasar desapercibida, pero tenía la ventaja de verlo todo sin ningún tipo de obstáculo en medio. No podía apartar la mirada de ese círculo en que se encontraba rodeado de todos nosotros, esperando turno.
Y, ay, cuando llegó el mío. Nos miramos de frente y fue como flotar en un océano de paz. Me sonrió y, acto seguido, la manecilla del reloj dejó de andar y el reloj de arena paró el tiempo. La Tierra dejó girar. El tiempo y el mundo se habían parado al tiempo que mi corazón hacía lo propio y abandonaba su latir. Todo esto ocurrió durante unos imperceptibles segundos, de un valor incalculable.

Silencio.

       Aquel paro sólo se pudo retomar cuando, unos centímetros más cerca ya, Jorge me abrazó, nos dimos dos besos y colocó su brazo izquierdo sobre mi costado del mismo lado y dejó caer su manos sobre mi cintura, para hacernos la foto. Y en ese instante mi corazón, parado en seco segundos antes y aun a medio fuelle, se puso bombear como loco. Como si nos dispusiéramos a correr una maratón él y yo y él quisiera transmitirme, orgulloso, que podía contar con él. Algo de razón tenía, pues en realidad, veníamos de correr esa maratón ya. Pero no había sido física, sino todo un desafío a la metereología y a la suerte. Y, finalmente, ambas habían ganado. La emoción del cielo consiguió arruinar la velada obligando a suspender el concierto. No obstante, fue la suerte la que subió al podio al habernos complacido con la presencia de Jorge, que había salido a nuestro encuentro.

     Pero...¿dónde me había quedado? ¡Ah, sí! La mano de Jorge Drexler apoyada suavemente sobre mi cintura. Habría podido mantener esa postura una eternidad. Creo que mi atolondramiento quedó claramente patente en las fotos que nos sacaron. Eso sí, él perfecto, con su perenne sonrisa y su siempre cautivadora mirada.

      Hoy me despierto con la magia de ese encuentro. Recapacito y busco en mis recuerdo si fue real, o puro sueño. Sonrío. Había sido real, el pedacito de su música que nos trajo y los abrazos que nos regaló. Pero también había sido un sueño. El sueño de quien ama la música y la filosofíade Jorge Drexler. Porque después de todo, esos dos ganadores, la metereología y la suerte, situados sobre una balanza, habrían tal vez conseguido el equilibrio. Por un lado, la opción de elegir un concierto completo en primera fila, tan anhelado, que tanta ilusión y felicidad había creado. Por otro lado, algo que no tengo la certeza de que pueda volver a ocurrir; la posibilidad de un encuentro con Jorge, una oportunidad de saludarle y conocerle en persona, dos besos en la mejilla, una mano en mi cintura.   Una sonrisa en mi memoria y una foto para el recuerdo.

Todo eso en mi bolsillo, su beso, en mi corazón. 

 La partida en tablas.